junio 26, 2005

El grito de Beatricce



Beatricce eligió para llegar a este mundo el mediodía más caluroso del verano de 1899. Su madre rompió aguas mientras amasaba tallarines. Con los brazos en jarra Anetta miró boquiabierta el charco de líquido amniótico que se formaba en las baldosas y le recordó el caldo de huesos que estaba hirviendo para hacer gelatina. Una contractura la dejó sin estos atontados pensamientos, le sacudió su sacro y la dilató de golpe. Con la experiencia de dar a luz a cuatro hijos supo de la inminencia del parto. Se tiró de espaldas sobre la mesa de mármol, inspiró hondo y pujó. La niña salió escopetada envuelta en nubes de harina y comenzó a modular un grito inmenso, impropio para tan pequeños pulmones. Pudo oírse en varias manzanas a la redonda. Con fluctuaciones de agudos, el chillido se prolongó durante más de una hora y amenazó con reventar los tímpanos de todo el vecindario. En los fondos de algunas fincas los animales enloquecieron y escaparon de los corrales. Las gallinas saltaron las telas metálicas y emprendieron una desordenada huida por las calles del barrio, en medio de un escándalo de plumas. En el caserón de los Medina, unos patos mal predestinados se estrellaron en el empedrado al precipitarse desde la terraza. Los perros aullaban. Los caballos coreaban sus relinchos en los studs del barrio. El vecindario sufrió accidentes de todo tipo, desde cortes a caídas, pasando por desmayos y lipotimias. El más grave lo padeció el herrador y padre de la recién nacida: Genaro. Para algunas comentaristas barriales, no fue otra cosa que un merecido escarmiento. Le clavaba una herradura a un alazán cuando resonó el alarido. Espantado, el animal le tiró una coz en el plexo y lo lanzó a varios metros de distancia. Sus tres hijos varones intentaron reanimarlo tirándole un balde de agua en la cara. Pero seguía inconsciente. Lo subieron a la grupa de un albardón viejo y desfondado, con sogas lo amarraron a la montura y se lo llevaron al paso hasta la asistencia pública.
Anetta, entretanto, cortó el cordón umbilical con el cuchillo de guillotinar los tallarines y depositó a la gritona en un cajoncito de madera que haría las veces de cuna. Salió a la ardiente terraza y trasladó la palangana a la sombra, debajo de la parra. Recogió puñados de hierbas aromáticas, albahaca, salvia y tomillo, y las distribuyó en el fondo del latón. Lo cubrió hasta la mitad con el agua tibia que extrajo con una vieja jarra enlosada de un tanque recalentado. Trajo a la niña, se arrodilló y tarareándole una nana calabresa, inició su primer baño. Con el brazo izquierdo la sostuvo y con el derecho la fue regando con chorritos de agua perfumada. Beatricce dejó de gritar y emitió gorjeos de placer. Todo el barrio respiró aliviado. La secó sobre la cama y le fabricó un ombliguero con un pañuelo blanco de hilo. Se abrió la blusa para darle de mamar. Cuando la beba se durmió, la dejó en su caja y fue a lavarse.