febrero 15, 2006

El lado oscuro

Todos tenemos nuestro lado oscuro... una cierta medida de perversión (“Algo de ratero en el fondo de nuestro corazón”), y si nos damos cuenta de su presencia y lo aceptamos, la vida es mucho más sabrosa.
Según la tradición hebrea, el propio Dios puso desde le principio esa tendencia desviante, caprichosa o perversa en todos los seres humanos tal vez para que la humanidad no muriese de aburrimiento.

Miré y miré, y esto llegué a ver:

lo que creía que eras tú y tú, era en verdad yo y yo.

Todo aquello que nos fastidia, inquieta, repugna,
o –en el otro extremo- nos atrae, fascina u obsesiona,
es generalmente un reflejo de la sombra. Aspectos nuestros no reconocidos.

La presión que sentimos son impulsos proyectados (disfrazados). Si no hay impulso, no hay presión. Hemos de aprender a traducir “me siento presionado” por “tengo más impulso y energía de lo que creía”.

Invitemos al síntoma a que nos visite en nuestra propia casa, dejemos que se mueva y respire libremente, mientras procuramos seguir teniendo conciencia de él, en su forma propia. Este es le primer paso, y en muchos casos el único.
Una manera fácil de establecer contacto con la sombra es suponer precisamente lo opuesto de lo que te propones, deseas o quieres conscientemente en cada momento. Esta es la visión con la cual hemos de reconciliarnos, lo cual no significa que actuemos en función de los opuestos, sino tan sólo tener conciencia de ellos.

Si alguien te disgusta, toma conciencia del aspecto tuyo al que le gusta esa persona.
Si estás locamente enamorado, entra en contacto con la parte tuya a quien esa persona no le importa en absoluto.
Si un sentimiento o un síntoma te parece odioso, procura percibir cuál es el aspecto tuyo que secretamente disfruta con él.

Este camino nos hace descubrir que las batallas que libramos con otras personas son, en realidad, batallas entre uno mismo y sus opuestos proyectados.

Con esto se acaba la caza de brujas, al menos la que nosotros podemos emprender.

Resumen propio del capítulo VII de "La conciencia sin fronteras" de Ken Wilber.