mayo 16, 2010

LUNG


Pintura Odilon Redon
Poeta del aire
Mónica Sabbatiello


Don Fermín amaba las cosas etéreas. Ámbitos delicados, filosóficos, metafísicos.

Aunque cada día tuviese que cortar masas musculares y hundir sus manos en el ganado, no se cansaba de comentar con sus clientes las propiedades del oxígeno y la delicadeza perceptiva de la retención del aire, mientras serraba alguna columna vertebral o acuchillaba un muslo.

En el barrio decían que se había contagiado del mal de las vacas locas, y en las bochas atribuían sus rarezas a esos parches que usaba en la nariz para respirar mejor.

Su esposa se entregaba a turbias sospechas a causa de sus escapadas nocturnas y la pobre se quedaba sin oxígeno de tanto suspirar y gemir.

Sus amigas interrogaron a sus maridos y todos aseguraron que don Fermín nunca había ido al puticlub de la carretera, ni a ningún otro sitio sospechoso. Lo que hacía era recorrer la costanera junto al río y respirar hondo. Amaba el aire, que alimentaba su nostalgia.

Hasta que un viernes, a las tres de madrugada, apuró la grave decisión.

"Querida, no pienses mal, créeme, sólo me marcho a buscar el vapor de las estrellas", le dijo con voz tierna. Pero no le sirvió de nada. No le creía. Hubo llantos y pesares. Dos meses más tarde, con poco equipaje, llegaba a la región del aire más puro, donde incluso los ángeles danzan con la brisa.

Lo llevaron ante un eremita y le facilitaron un traductor. El monje le explicó a Fermín lo que le pasaba: padecía de lung o mal del aire; le dijo que era muy extraño, ya que sólo sufren los grandes meditadores, sobre todo aquellos que se pasan años recitando mantras en las altas cuevas.
Y le propuso enseñarle unas técnicas para curarse.
Pero Don Fermín no quiso.
Prefería respirar poesía.